viernes, 14 de diciembre de 2018

La risa del desierto




Me ha costado encontrarte
y no porque no te buscara,
que tú, allá estabas.
Salí cien veces a la arena blanca
siguiendo no se qué pisadas
descubriendo horizontes, lanzando miradas.

Apenas hoy te he comprendido.
Ahora ya sé cómo eres,
desierto de contrastes impregnado.

Eres, desierto, más que arena
infinita sin fronteras.
Desierto son tus piedras,
son las dunas, el sol que quema,
el frío de la noche, el viento,
la oscuridad sin estrellas,
nubes blanquecinas que nunca lloran,
los antílopes, las gacelas
los mil pájaros que vuelan.

La soledad en la que no caben más palabras,
que no es una colección de nada,
no son las piedras ni la hierba,
no son los árboles ni las ramas,
no son las casas ni las puertas,
no es la gente que sonríe y pasa.
Es todo a la vez,
es todo
y nada.

El horizonte se me asoma
entre árboles de artificio
nacidos de un agua lejana
y de una arena sedienta
que mil años la esperaba.
Ruge el mar al fondo,
grazna un cuervo indeciso
entre el blanco de su tronco
y el negro de sus alas.
Por aquí he andado tanto
mirando el sol cuando salía,
las sombras que perfilaban
andares cansinos, sonrisas,
gritos, saludos, juegos, ruidos
y restos de fiestas tardías.

Esta es una ciudad cualquiera
dentro de un desierto astuto y rico
que atrae codicias mundanas
para que le traigan agua.
Imaginé que el hombre sabio
descubrió las piedras que brillaban,
creí que los diamantes habían traído el agua.
Vanidoso como todos, pensé que civilizaban.
Fue el desierto.
Él llamó a los hombres para que trajeran agua.
Para ver brotar vida en su arena árida.
Vida por piedras que brillaban.
Las escondió durante siglos,
trazó un plan de complicada trama
urdido con paciencia ilimitada
―ya te lo dije, los desiertos no tienen prisa―.

Distribuyó las vetas minerales
con sabiduría y maña.
Las más ricas cerca del río,
así el hombre se acercaba.
Alguna un poco más allá,
en una tierra llana, donde acampara.
Y otras a unas leguas más,
detrás de alguna loma blanda.
Y el hombre cayó en la trampa.
El brillo le cegara.
Creyendo dominar la tierra,
el hombre trajo el agua.
Floreció el desierto con un verde en amalgama,
con flores de colores engalanado,
rosas, amarillas, violetas,
azules, rojas, naranjas...
y acudieron animales de la nada
a aquel vergel del hombre engatusado.
Sintió sobre sí la vida
que mil siglos se le escapara.
¿Qué importa el ruido de los coches
si por fin se siente el agua?
¿Qué más da la tormenta de las máquinas?
Ríe de gozo el desierto empapado por fin de agua,
de árboles, de pájaros, de vida desbordada.
¿Qué más da que el hombre crea
haber construido nada?
Se oye la risa de la arena preñada
por las cosquillas de las raíces nuevas.
El desierto ríe de puro gozo.
Oigo piedras que revolotean,
ramas que aplauden con ganas,
puentes de verde esmeralda
por los que el cielo pasa
de un lado al otro de la calle, sin pisarla.

Llegará un día en que la ciudad será fantasma.
¡Qué tristeza! Dirán algunos.
¡Se quedó abandonada!
Y el hombre dará por perdida la calle,
y la mujer por perdida la casa.
La historia dirá que aquí hubo
pero ya no queda nada.
El desierto seguirá riendo
con la dicha del que trama
una elaborada andanza:
aflorará otra riqueza en otra loma,
brillará de nuevo por otra causa.
Y el hombre, sumiso,
volverá a llevarle agua.






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