Había vuelto amanecer, otra vez un día medio nublado de agosto. Vería el sol a ratos y a ratos no, como la guerra que sabía que estaba en marcha en algún lugar del mundo. Los periódicos proclamaban a diario la grandeza del dios emperador pero las noticias que corrían en voz baja, de boca en boca, explicaban todo lo contrario. Ella no sabía nada de política, por eso tenía miedo. Miedo de que los diablos extranjeros invadiesen su país. Miedo de seguir pasando hambre durante el resto de sus días, igual que sucedía desde hacía unos meses. Miedo de que las cosas cambiasen demasiado. Ella ya se había resignado a su trabajo de la tienda de ropa. No ganaba mucho, por eso iba andando al trabajo todas las mañanas. No se veía a nadie por la calle pero ella sabía que dentro de las casas todo el mundo estaba despierto y activo. Oyó el ruido de un avión e instintivamente se refugió en un portal. Los aviones le daban miedo. Desde el portal no vio el fulgor, no oyó el ruido, no vio cómo se desintegraba el edificio, no notó cómo se desintegraba ella misma. No tuvo suerte.
Hace 64 años más de 100.000 habitantes de Hiroshima no tuvieron suerte.
Yo sí la tuve, yo nací mucho después y mucho más lejos. Ya no puedo hacer nada por ellos, dejadme al menos que los recuerde.
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